Mafalda
Tendría 11 años por ese entonces.
Mi abuelo tuvo en vida (que no ya muerto pues hubiera sido más difícil) un restaurante: La Antigua Fonda Santa Anita. Por aquellos días, no era ya de la familia ni estaba en Insurgentes como en sus inicios. La habían rescatado de la ruina los meseros y trabajadores y la habían trasladado a la colonia Juárez, a la calle de Londres.
Ahí estaba el mapa del Otentote y el busto de piedra con cuerpo de árbol, ahí tenían la mejor agua de chía y la salsa verde mas sabrosa de la ciudad de México y ahí, en las tardes de domingo, me aburría como ostra.
El aburrimiento, que es la fuente de todas las desgracias y de toda la creatividad me sacó la calle a deambular por las aceras y a buscar algo que rompiera la pasividad del piano y los tríos de la Fonda. De alguna manera terminé cerca de la calle Dinamarca y, ahí cerca había (o hay) un Sanborns (cosa que no es rara pues abundan tanto en mi tierra que en provincia les dicen “la Embajada chilanga”).
Creo que ahí empezó todo. Vi en un estante los doce cuentos de Mafalda y quedé flechado por las gráficas simples y atinadas, por el humor a veces inocente, a veces ácido pero siempre atinado de sus cuadros. Amé la persistencia de Susanita por tener familia y la cándida estupidez, para todo menos para lo mercantil, de Manolito. Quedé de cabeza cuando Mafalda volteó el globo terráqueo para que el sur estuviera arriba y casi dejo de comer sopa para siempre.
Con Libertad aprendí sobre la conciencia social y con Felipillo que el diálogo interior es el más interesante. Aprendí de política, de la lejana Argentina, de la vida del barrio pero, sobre todo, aprendí a amar la lectura.
Mafalda empezó este tórrido romance que aún vivo (aunque con sus lejanías temporales) con las letras. Ese fue el primer libro (o serie de libros) que compré total y absolutamente por mi propia motivación. El primero, aunque no el último. La primera y de las más atesoradas piezas de mi biblioteca.
Hoy, 36 años después ha muerto Quino. La Fonda Santa Anita cerró sus puertas y los Sanborns proliferan más que nunca. Quedan esos días de paseos aburridos y descubrimientos en la luz de mi memoria y una cálida sonrisa al pensar en la pequeña Mafalda y todas nuestras aventuras.
Que en paz descanses, Joaquín Salvador, en un paraíso libre de sopa.
Francisco Monterrubio S.M., Ciudad de México, 30 de septiembre de 2020
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